Todas las mañanitas al despertar, al asearme, al alistarme, al despedirme de mamá, al prevenir con oraciones mi salud, mis notas del colegio, mis avances escolares, algunos profesores, algunos amigos, algunos familiares lejanos, ajenos.
Al asomarme por el balcón para recoger la bolsa de pan francés que, más temprano aún, lanzó el viejo y bonachón panadero judío; me doy cuenta que mis padres están envejeciendo. No puede ser. Los años no solían pasar por sus mejillas ni sus frentes, pero ahora parece que la humanidad se está vengando de sus mejores hombres: mamá y papá.
Cuando estaba más pequeño gustaba de vivir en las faldas de mi madre, jugar con ella a lo que sea, a lo que se le ocurriera a ella, entrábamos juntos a su imaginación y me hacía participar de sus utopías. Yo me rendía ante su hermosura, ante su decencia, ante sus calurosas risas y ante sus gélidas lágrimas. Juntos los dos. Ella me enseñaba como vivir para después reprochármelo, y para reírnos también. Mi hijito, me decía, mi hijo mayor, varón, un varón me dio el Señor.
Papá llegaba del trabajo. Cariñoso. Se rendía ante la ternura de mi madre. Recuerdo aprovechar esos momentos para pedirle algún dinero. Los abrazos de mamá embriagaban a mi padre, lo volvían tonto, lo apasionaban; él le devolvía el cariño con un beso débil y con una sonrisa fuerte. Te amo, hija, le decía a mamá. Gracias.
Los fines de semana, me llevaba a jugar básquet y fútbol. Él me enseñó a manejar un balón con el pié. Yo miré al Perú en el mundial, hijo, eso sí fue fútbol, carajo.
Los años no podían hacerles daño, los tiempos remotos todavía estaban presentes con Daniel, mi hermano menor. Ahora él disfrutaba de la calidez de mamá más que yo, de los pases de balón, de las canastitas y de los goles de papá; y juntos disfrutamos de los besos suaves de ambos.
- Papá, vamos a permitirnos una pichanguita.
- No, hijo – me dijo – hoy no puedo, estoy muy cansado, otro día.
- Mamá, puedes contarme algo, no sé, mamá, cualquier cosa. Vamos a reírnos como antes, qué dices.
- No hijo – me dijo – Talvez mañana, ven aquí y duerme. Veamos televisión, esta película está buena.
Poco a poco se están volviendo más anticuados. Todo. Ya no se visten como antes, han cambiado sus palabras, se comportan más distantes, no añoran el pasado como deberían, están derrotados por los hijos grandotes, cada vez más todavía.
Y yo sólo me pongo a llorar como ahora que escribo. Porque todavía yo siento a papá dominando el balón, haciendo algunas cabecitas y retándome a que lo iguale; me siento torpe con el balón entre los pies, trato de hacer algo, imitar a mi padre pero me es imposible. Estoy elevando el balón le doy patadas pequeñas, ahora continúo con la rodilla (rodillitas), después subí el balón a la cabeza. Se me cayó. Papá está aplaudiendo. Te falta mucho hijo, me dice, pero eres un cachorrito atrevido.
Al asomarme por el balcón para recoger la bolsa de pan francés que, más temprano aún, lanzó el viejo y bonachón panadero judío; me doy cuenta que mis padres están envejeciendo. No puede ser. Los años no solían pasar por sus mejillas ni sus frentes, pero ahora parece que la humanidad se está vengando de sus mejores hombres: mamá y papá.
Cuando estaba más pequeño gustaba de vivir en las faldas de mi madre, jugar con ella a lo que sea, a lo que se le ocurriera a ella, entrábamos juntos a su imaginación y me hacía participar de sus utopías. Yo me rendía ante su hermosura, ante su decencia, ante sus calurosas risas y ante sus gélidas lágrimas. Juntos los dos. Ella me enseñaba como vivir para después reprochármelo, y para reírnos también. Mi hijito, me decía, mi hijo mayor, varón, un varón me dio el Señor.
Papá llegaba del trabajo. Cariñoso. Se rendía ante la ternura de mi madre. Recuerdo aprovechar esos momentos para pedirle algún dinero. Los abrazos de mamá embriagaban a mi padre, lo volvían tonto, lo apasionaban; él le devolvía el cariño con un beso débil y con una sonrisa fuerte. Te amo, hija, le decía a mamá. Gracias.
Los fines de semana, me llevaba a jugar básquet y fútbol. Él me enseñó a manejar un balón con el pié. Yo miré al Perú en el mundial, hijo, eso sí fue fútbol, carajo.
Los años no podían hacerles daño, los tiempos remotos todavía estaban presentes con Daniel, mi hermano menor. Ahora él disfrutaba de la calidez de mamá más que yo, de los pases de balón, de las canastitas y de los goles de papá; y juntos disfrutamos de los besos suaves de ambos.
- Papá, vamos a permitirnos una pichanguita.
- No, hijo – me dijo – hoy no puedo, estoy muy cansado, otro día.
- Mamá, puedes contarme algo, no sé, mamá, cualquier cosa. Vamos a reírnos como antes, qué dices.
- No hijo – me dijo – Talvez mañana, ven aquí y duerme. Veamos televisión, esta película está buena.
Poco a poco se están volviendo más anticuados. Todo. Ya no se visten como antes, han cambiado sus palabras, se comportan más distantes, no añoran el pasado como deberían, están derrotados por los hijos grandotes, cada vez más todavía.
Y yo sólo me pongo a llorar como ahora que escribo. Porque todavía yo siento a papá dominando el balón, haciendo algunas cabecitas y retándome a que lo iguale; me siento torpe con el balón entre los pies, trato de hacer algo, imitar a mi padre pero me es imposible. Estoy elevando el balón le doy patadas pequeñas, ahora continúo con la rodilla (rodillitas), después subí el balón a la cabeza. Se me cayó. Papá está aplaudiendo. Te falta mucho hijo, me dice, pero eres un cachorrito atrevido.
No los voy a dejar envejecer así como ellos no me dejaron crecer. Por eso me levanto de mañanitas para servirles el desayuno. El pan lo estoy cortando con rapidez, le unto mantequilla. La leche está servida. Esto es necesario para mantenerlos fuertes, mamá y papá. No se preocupen más. Duerman tranquilos nomás.
1 comentario:
Asu...me gustó mucho, espero poder seguir leyendo otras cosas de ti.
Publicar un comentario