martes, 20 de noviembre de 2007

Patitos

La puerta número 215 del cuarto del hotel cuzqueño de tres estrellas está cerrada desde adentro. Una llave discreta bordea su ingreso, un clave secreta, unas palabras mágicas, un código navajo, un "ábrete sésamo".
De repente se acerca Samuel Cutipa, el monje de las sombras, vestido a penas con una capucha blanca que cubre, a la vez que ensombrece, su rostro y unos jeans holgados. Se asoma a hurtadillas por los pasillos, vigila el no ser visto por algún compañero ni el profesor Felipe. Se escabulle por el corredor en dirección al cuarto 215. Llega. Toca la puerta: “toc, toc”
- Patito patito - dice una voz misteriosa al otro lado de la puerta.
- Cua cua – responde Cutipa, esforzándose por sonar siniestro.
Se abre la puerta.
Cutipa ingresa no sin antes darle un vistazo a sus espaldas para verificar que nadie lo ha visto ingresar. El tipo que lo recibe le da una palmada en el trasero y se identifica con el nombre de Wagner. Wagner es pequeño, de nariz aguileña, de sonrisa pícara y amaestrada. Pero Wagner, el ingenioso portero, no se encontraba solo. En el cuarto estaban Daniel, Antonio, Jorge y Anthony (yo). Todos juntos recibieron a Cutipa con un “Habla primo. ¡Arriba Alianza!”.
Son las once de la noche. Felipe debe gozar de un profundo sueño, talvez se sueña dictando una clase de historia del Perú, jalando exámenes de algunos alumnos, hablando con algunos padres de familia.
Las chicas nos esperan; allá, en su habitación, hemors quedado con ellas, hoy es la voz. Ellas no se han dormido, no pueden, nos necesitan, es menester ir, irrumpir sus soledades, sus dichas, sus inocencias si es posible.
Antonio toma la batuta del equipo, nos organiza:
- Daniel, tú sales primero, conoces mejor que nadie el cuarto de las chicas. Tú, Anthony, negocias el ingreso. Cutipa nos cuidas las espaldas. Wagner, ya sabes: campana. Yo me quedo, voy después.
- ¿Y yo? – Irrumpe Jorge.
- Te quedas conmigo hasta esperar que Felipe no se halla levantado.
- Me quedo de hachazo – repite Jorge.

Hemos alcanzado ingresar sin novedades al cuarto de las chicas. Parece que todo nos ha salido bien. Alexandra y Carola aplauden nuestra astucia. La “Che” nos mira intrigada, como si desconfiara de nosotros. Las demás chicas no se inmutan, les da igual que estemos allí o no. El teléfono (Intercomunicador) suena:
- ¿Si? – dice Alexandra.
- Hola, soy Jorge, - responde la voz de Jorge desesperado - Ale, no saben, dile a los chicos que salgan lo más pronto o que se escondan lo más rápido posible. Felipe está yendo para allá, Antonio está tratando de distraerlo. Sospecha que están allí.
- ¿Está viniendo?
- Está yendo de hachazo.
Ale nos comunica las “buenas nuevas”. Nos miramos entre nosotros encerrados en un mutismo permitido.
- ¡Escóndanse! – sugiere Ale.
Corremos despavoridos por la habitación cual pollitos en fuga. Algunos entramos al closet, otros preferimos debajo de la cama. Todos nerviosos. Daniel quería llorar, lo tomé del brazo con fuerza para contagiarle mi valor viril. En cualquier momento Felipe iba intentar ingresar. Forcejea la puerta. El miedo nos ha dejado anonadados, mudos. La habitación se tornó un cementerio: muchas personas y sin bulla.
De repente Felipe toco la puerta: “toc toc”.
- Patito patito – se le escapó a Wagner.

martes, 30 de octubre de 2007

Las Mañanitas

Todas las mañanitas al despertar, al asearme, al alistarme, al despedirme de mamá, al prevenir con oraciones mi salud, mis notas del colegio, mis avances escolares, algunos profesores, algunos amigos, algunos familiares lejanos, ajenos.
Al asomarme por el balcón para recoger la bolsa de pan francés que, más temprano aún, lanzó el viejo y bonachón panadero judío; me doy cuenta que mis padres están envejeciendo. No puede ser. Los años no solían pasar por sus mejillas ni sus frentes, pero ahora parece que la humanidad se está vengando de sus mejores hombres: mamá y papá.
Cuando estaba más pequeño gustaba de vivir en las faldas de mi madre, jugar con ella a lo que sea, a lo que se le ocurriera a ella, entrábamos juntos a su imaginación y me hacía participar de sus utopías. Yo me rendía ante su hermosura, ante su decencia, ante sus calurosas risas y ante sus gélidas lágrimas. Juntos los dos. Ella me enseñaba como vivir para después reprochármelo, y para reírnos también. Mi hijito, me decía, mi hijo mayor, varón, un varón me dio el Señor.
Papá llegaba del trabajo. Cariñoso. Se rendía ante la ternura de mi madre. Recuerdo aprovechar esos momentos para pedirle algún dinero. Los abrazos de mamá embriagaban a mi padre, lo volvían tonto, lo apasionaban; él le devolvía el cariño con un beso débil y con una sonrisa fuerte. Te amo, hija, le decía a mamá. Gracias.
Los fines de semana, me llevaba a jugar básquet y fútbol. Él me enseñó a manejar un balón con el pié. Yo miré al Perú en el mundial, hijo, eso sí fue fútbol, carajo.
Los años no podían hacerles daño, los tiempos remotos todavía estaban presentes con Daniel, mi hermano menor. Ahora él disfrutaba de la calidez de mamá más que yo, de los pases de balón, de las canastitas y de los goles de papá; y juntos disfrutamos de los besos suaves de ambos.
- Papá, vamos a permitirnos una pichanguita.
- No, hijo – me dijo – hoy no puedo, estoy muy cansado, otro día.
- Mamá, puedes contarme algo, no sé, mamá, cualquier cosa. Vamos a reírnos como antes, qué dices.
- No hijo – me dijo – Talvez mañana, ven aquí y duerme. Veamos televisión, esta película está buena.
Poco a poco se están volviendo más anticuados. Todo. Ya no se visten como antes, han cambiado sus palabras, se comportan más distantes, no añoran el pasado como deberían, están derrotados por los hijos grandotes, cada vez más todavía.
Y yo sólo me pongo a llorar como ahora que escribo. Porque todavía yo siento a papá dominando el balón, haciendo algunas cabecitas y retándome a que lo iguale; me siento torpe con el balón entre los pies, trato de hacer algo, imitar a mi padre pero me es imposible. Estoy elevando el balón le doy patadas pequeñas, ahora continúo con la rodilla (rodillitas), después subí el balón a la cabeza. Se me cayó. Papá está aplaudiendo. Te falta mucho hijo, me dice, pero eres un cachorrito atrevido.
No los voy a dejar envejecer así como ellos no me dejaron crecer. Por eso me levanto de mañanitas para servirles el desayuno. El pan lo estoy cortando con rapidez, le unto mantequilla. La leche está servida. Esto es necesario para mantenerlos fuertes, mamá y papá. No se preocupen más. Duerman tranquilos nomás.

lunes, 29 de octubre de 2007

Tercer año de secundaria, primeros síntomas

Siento que la mirada de Yesmilyn me acosa. No sé a donde ir. Si giro a un costado, si me dispongo a preguntarle algo al profesor, si me muevo para consultar con alguien más, si no me muevo, si no respiro. Sus ojos se han llenado conmigo, me alucinan, violan mis derechos de ser libre, me presionan contra la atmósfera de los amigos y amigas molestándome sin parar: “Bien, Anthony” “Ya la hiciste con Yesmilym” “Agárratela, man” “Ta fuertota la Yesmi, yo que tú…”, y demás y demás…
…Siento que deambulo entre acertijos: ¿Anthony y Yesmi son enamorados? No, pero puede ser, quién sabe. ¿Los dos quieren? Se nota. ¿Son tímidos? Sólo Anthony, talvez. ¿Qué le pasa a Anthony? Puede que sea gay.
Estos días he recibido varias cartitas hechas por Yesmilyn. El papel que emplea suele tener un perfume acogedor, así también: la tinta de sus lapiceros, sus plumones y sus manos.
“Hola Anthony…
Me pregunto cómo estás hoy. Siempre me pregunto eso chinito lindo. Te quiero de aquí al cielo ida y vuelta. Un beso. ¿Me preguntas dónde? Donde tú quieras chinito, ya sabes.”
No, no sé, gracias. A mí no me gusta Yesmilyn. Es una persona muy linda, siempre alegre, hasta entrañable; pero parece que acabara de aprender a reír y le gusta mucho, lo hace a sus anchas, sin tapujos, sin inhibiciones. Ríe. Y sus labios se estiran como a manera de diámetro en su rostro, se abren cual pitón embrutecido. Abre los labios sin prudencia. Suelta una carcajada estremecedora enseñando sus dientes aserrados hasta sus enciíllas oscuras. No me gusta.
Hoy su mirada me asecha más que otros días, estoy seguro. Sé que se ha enterado. Sus amigas me miran asustadas. Estoy buscando refugio en una de ellas: Esther.
- Hola Esther.
- Anthony, qué quieres, oye.
- Hablar un toque, un poquito nomás.
Hablamos. Está templada de ti, Anthony. Tú nada que ver, pero ella sí, al menos tienes que darle un beso, mira que todo da vueltas, algún día te vas a enamorar así, y no te van a hacer caso, vas a ver.
Un beso no, jamás de los jamases. Le puedo dar un abrazo sensual, ésos de ahora que trajo el perreo y su cultura, pero no un beso, nunca. Puedo hacer lo que sea menos besarla, por favor. Esos labios estridentes la alejaban de mi gusto, no podía besarlos, imposible.
- Además – le explico a Esther -, yo tengo enamorada – miento.
- Sí, ya sé. Todos lo sabemos. Yesmilyn está triste por eso.
La noticia de mi enamorada tácita la inventé gracias a Sandra, mi asesora en cuestión de amores. No funciona, igual me comprometí a besar a Yesmilyn. Será la otra semana, en la casa de Esther. Reconozco que no tengo personalidad, menos carácter, soy fácil de imponer órdenes, dócil, muy pasivo. Me consuela la idea de que nadie se va a enterar de esto. Me aturde el imaginar que todos se terminarán enterando. Un beso y ya. No puede ser tan difícil. A lo mejor será bueno el asunto. Estoy nervioso. Llego a mi casa como un zombi: perdido y deambulando. Entro a mi habitación. Abro mi diario desesperanzado. Escribo:
"Siento que la mirada de Yesmilyn me acosa. No sé a donde ir. Si giro a…"

miércoles, 24 de octubre de 2007

La maldición del cuaderno

Los dedos me dolían de tanto apretar el lapicero al escribir. El profesor dictaba y dictaba. Miré a mi compañera del costado, la encontré linda como siempre, recostando su rostro en la mesa con el brazo izquierdo también recostado, con el derecho escribiendo sin chistar.
El rostro de Alexandra se hallaba perdido entre las líneas que dibujaba, un rostro delicado y triste; sus labios reposaban juntos, hacían muecas de rato en rato, yo la miro como si fuese la primera vez que lo hago, siempre ocurría así, me deleitaba de su mutismo. Sus gafas descansan cómodamente en su rostro, parecía que han sido diseñadas para los desniveles de sus mejillas. Se veía tranquila, como nunca. Pero Ale no es tranquila en absoluto, es, más bien, una bandida, renegona, habladora, gritona y amiga, siempre.
Me di por vencido, las yemas de los dedos las tendré con ampollas de tanto escribir. Siento que odio al profesor, pero es un odio sano, parece un disgusto fuerte, razón suficiente para desaprobarlo en la evaluación de los docentes este fin de mes.
- Ale, me prestas tu cuaderno para sacarle unas copias. Me cansé de escribir.
- Ja. Ya Anthony. Ja. Tú sí eres flojo. Ja.
No le respondo. Maldita sea, otra que me dice flojo. Quizá tengan razón. Si tuviera más práctica no sentiría las yemas de mis dedos gastados. Abro mi cuaderno en la última página. Ahora me concentro en Ale sin verla. Le escribo un poema.
La adolescencia me ha destruido. Primero los amigos se me están alejando o, talvez, yo me alejo de ellos, me encierro en un grupo más cerrado y escogido sin querer queriendo. Segundo está mi familia, soy incomprendido, nadie cree que tengo verdaderos problemas, nadie habla conmigo, nadie me conoce en realidad. Soy como un fantasma, todos saben que existo (no todos) pero tratan de ignorarme.
He probado el alcohol y lo he escupido, le dije a Randy que la cerveza es una mierda y que apesta a meado. El cigarro me ha atorado, creo que el humo se subió a mi cerebro y todo se me ha vuelto gris, hasta los sentimientos.
Tengo una enamorada y unas amantes furtivas. Me siento estúpido, hago eso por consejo de mis amigos. Me gusta alardear un poco, por eso todos me odian. Ya no me importa más, ya nada importa ni importo a nadie. Mejor así, por supuesto.
Triste, depresivo, sin sentido divago por la ciudad de Lima, salgo del colegio para ir corriendo al Internet. Del Internet a caminar sin sentido por las sucias avenidas de Breña con algunos amigos, haciendo cosas destructivas para la sociedad. "Pasándola..."
Y de noche. La falta de apoyo moral me seca la mente. Subo corriendo hacia la azotea, el cuárto piso, veo desde allí el suelo, no sufro de vértigo, todo lo contrario, siento muchas ganas de lanzarme. Me imagino muerto, seguramente ensangrentado, el rostro deformado, la piel fría, mis padres llorando, eso me consuela un poco, necesito un psicólogo con urgencia. La idea de lanzarse es interesante en el fondo, me desanima la idea de quedar vivo después del impacto, lleno de dolores por todo el cuerpo, siendo una carga más para la familia, a mis padres recriminándome la estupidez hasta que me muera de verdad. Ya basta.
Entonces compré un cuaderno. Empecé a escribir en él mis días caóticos, algunos problemas, mis tristezas, mis risas, etcétera. Pero las yemas de los dedos me duelen siempre que avanzo. No importa, eso me gusta, no el dolor sino escribir. El dolor talvez, uno nunca sabe.

Han pasado tres años, he escrito mucho. Ahora estoy en la universidad. Nunca he publicado nada. Mis primeros cuentos los han leído las personas que me rodean y me dicen que son aburridos, que ya deja de escribir, aburres, Anthony. Mis poemas sólo gustan de Johana, mi enamorada modesta. Y cuando acabemos tengo miedo de que me tire en la cara lo que ya le escribí: Puras tonterías que me escribiste, Anthony, te regalo tus poemas.
Ahora no soy tan triste como antes. Soy juguetón. Le debo mi vida a las letras (literalmente), ya pronto publicaré (Dentro de un mes), pero primero tengo que enseñarles el camino que me tocó seguir. Qué experiencias recogí en mi iniciación. Cómo superé mis complejos ingrávidos y sostenibles. Lo desastroso que fui en un comienzo. Las mujeres que influenciaron (Siempre son las mujeres). También anécdotas amenas y sinceras de mi fustración y mis deseos imperiosos por escribir. Todo se registró en ese cuaderno que compré en el colegio. He escogido algunas páginas. Bon Apetit.